lunes, 17 de marzo de 2008

Arancelar es una estupidez contable
Es necesario defender a la universidad pública argentina. El funcionamiento universitario es mejor que el de la mayoría de las instituciones de nuestro país. Y superior a muchas entidades privadas educacionales. Por ejemplo, las universidades privadas que cobran bien, pagan muy mal, y enseñan peor.
¿Cómo es posible que la tan maltrecha universidad argentina tenga más prestigio que todas las empresas educacionales que se han inventado en los últimos tiempos? Los que disfrutan del morboso placer de destruir lo poco que aún existe y tiene función social, ¿han dado alguna vez una vuelta por las aulas, han presenciado clases, hablado con los estudiantes, seguido el trabajo de los profesores y han visto lo que es una vida universitaria entre los jóvenes de hoy?
Hay que defender la gratuidad hasta que la profunda crisis social tenga visos de solución y la desocupación no sea el destino final y fatal de cualquier joven argentino. Pasar un rastrillo por la universidad para que las aulas se compriman y el control pedagógico mejore no asegura mejor enseñanza, pero sin duda aumenta la población marginal.
En la universidad los estudiantes descubren un mundo nuevo, no sólo van a tragar libros. En la universidad pública se discuten temas nacionales, se crean nuevos lazos de solidaridad, es posible establecer un diálogo con profesores que guían el aprendizaje, hay nuevos vínculos y amistades, además se estudia. ¿Qué otra alternativa social, cultural y económica existe en la sociedad argentina para su juventud? Ninguna.
Arancelar es una estupidez contable, política y social. En un país en el que la evasión de los autónomos es del 80 por ciento, en el que la evasión por ganancias es incalculable, el tonto que paga pagará más, eso es todo. No tiene nada que ver con la democracia ni con la equidad, sino con la grotesca actuación de nuevos ministros frente a inversores y consultores fantasmas, y frente a una entelequia llamada opinión pública que opina mal.
En las facultades las aulas están superpobladas, los estudiantes están incómodos. Los profesores también están incómodos. Las colas para trámites son insufribles, se llenan formularios que se cajonean y se pierden y se vuelven a llenar. Esto es lo que sucede en todo el aparato del Estado, y el maltrato al ciudadano también se aplica en las empresas monopólicas privadas, desde el teléfono al cable. Contratos no respetados, tarifas exorbitantes. Ya se sabe, nuestro país no carece de leyes ni de decretos, sino de control. Los controles o se negocian o se omiten.
Los estudiantes están tan incómodos como los hombres y mujeres que viajan en subtes y colectivos, hacen colas tan largas como los que deben cobrar jubilaciones, viven en el mismo país. No hay que autocompadecerse ni por ésta ni por otras incomodidades.
Hay que defender a la juventud universitaria y al cuerpo docente de los ataques irresponsables de los funcionarios de turno, y de los creadores de climas de destrucción generalizada, de los espíritus marketineros que declaman índices falseados, cuando no son parte de políticas malthusianas. Que un graduado cuesta 30 mil por año, pero un estudiante no más de 1500. Nadie se da cuenta de que nuestra sociedad, en medio de la disolución de sus sueños fundadores, de la emigración ya masiva, de la autoflagelación exultante, tiene una actividad educacional y cultural vital y asombrosa. No buena, lo bueno es escaso, aquí y en Madrid o Pekín, digo vital y asombrosa por la cantidad de estudiantes de todo y cualquier cosa en Buenos Aires, Santa Fe y Neuquén.
He recorrido el país para ver brotar asociaciones de aprendizaje de las más variadas artes y ciencias. Siempre les sugiero disciplina, constancia y pasión, para que el entusiasmo no se agote en sí mismo, o para que no dependa de la excitación por la novedad, pero reconozco que frente a una sociedad que gracias a sus portavoces humilla y degrada sistemáticamente a los que hacen algo es difícil mantener la garra y el empuje. Luego, por supuesto, los mismos expertos tirapálidas proponen el placer de conversar sobre la apatía de los argentinos.
Una vez dicho esto, sin duda que hay mucho para mejorar en la universidad argentina. En toda nuestra sociedad. Mayor seriedad, más esfuerzo, mejor nivel académico, menos ñoquis, más actualización bibliográfica, mayores incentivos para los que entregan su tiempo y energías, límites precisos para los que hacen uso y abuso del esfuerzo colectivo, no ceder ante la corrupción, de los sueldos docentes ni hablar. Pero este problema es un problema nacional y no universitario, se refiere a la necesidad de una distinta apreciación del trabajo bien hecho, del mérito reconocido a los que hacen las cosas bien, y una nueva ponderación que no facilite la dejadez e incentive el esfuerzo.

Tomás Abraham, filósofo, en Revista “3 puntos” Nº 205, 31 de mayo de 2001